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Oda a una pierna

 Durante mi marcha militar, tú fuiste corista. Huiste a tiempo de la mapaná y nadaste contra las corrientes del Campuya. Trastabillaste, fiel a mí, cuando la ayahuasca hasta el vómito nos tumbó; también cuando el cedrón supo curarnos los revoltijos y las lombriceras en la barriga. Supiste pisar largo cuando la maleza nos estropeaba, y corto y sigiloso cuando el enemigo, camuflado, la vida nos pedía. "La cobardía es asunto de los hombres, no de los amantes", así sonaba Silvio Rodríguez cuando en el campamento, ignorando la interferencia de la radiola, tú querías bailar, tú querías cantar. Después, durante el servicio que diligentemente le prestabas a la Nación, pisaste como con el pie izquierdo y en un estallido abrupto te desprendiste de mí. Te arrancaron de mí, dicen los médicos; a mí me gusta creer que esa noche te quitaron los grilletes, viste la reja abierta y no resististe la tentación de salir volando. Yo, aturdido, no te pude ver. Pero me imagino que los vellos fueron alas, los dedos corazones y la selva casa. Sueño que sigues allí, reposada en la corona de un asaí, divisando desde lo alto el oro, la esperanza y el verdor del Sibundoy. Ya no te pienso desastillada entre los matorrales, no imagino tus escombros roídos por la tierra húmeda, ni tu roña lavada por el río. Te pienso, mejor, realizada; convertida en tángara, cantando y bailando a Silvio con la llegada de la luz; volando no más por evitar los pasos cortos y los largos. Pierna muerta de mi felicidad, te prefiero liberada que combatiente.  

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