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Mostrando entradas de diciembre, 2020

Medellín

Se aliviaría Gonzalito Arango si viera la Medellín ramera de sus relatos habitada por golondrinas en el mes de diciembre.  ¡Vuelan! ¡Se agrupan!  ¡Se elevan en sus propios cantos! Verlas pasar aliviana toda densidad: desvanece los nudos del tráfico y limpia de la memoria  las estadísticas homicidas.  Escucharlas cantar recrea una antigua esperanza:  encarna la ensoñación de un árbol la transparencia de un río el verdor que otrora conquistó las montañas que altivas escoltan el Valle. Verlas, no más es acicate para el espíritu y paradójicamente un salto repentino a las alas remendadas de una ciudad que poco se eleva.  Todavía se aprecia en ella algo que no es humano.  En ese instante de placer en el que por tres segundos se ven cruzar las golondrinas sucede la hecatombe y la dicha.

(Des) Dicha

Vivir en Medellín es igual a   tomar veneno en una cantidad que, generalmente, no alcanza a matarte. Es una poción maligna de la que uno reniega con frecuencia, pero ante la primera noticia proveniente de la alta y seca Guajira o del húmedo e intransitable Chocó, uno la anhela con un fervor que se disputa el fanatismo y la ignorancia. El fanatismo venido de la “virtud”, así, entrecomillada; y la ignorancia o el desconocimiento de los dolores que la configuran, así, sin comillas. Vivir en Medellín es un continuo intento por conciliar el encanto y el espanto. Es como palpar la parda y olorosa teca, pero ya mojada y próxima a la podredumbre. Es creer en la benevolencia del hollín y en las aguas diáfanas del río propio mientras se camina por sus orillas y se observan trastos viejos, costales deshilachados o plásticos imperecederos. Es recordar el petricor de la infancia, pero saber que hoy es con lluvia ácida. Es asustarse saliendo del metro porque te han robado la cartera, pero decir a

Juniniar

Para las generaciones nacidas en la década del sesenta y el setenta, la Calle Junín fue un lugar de paso, si se quiere obligado, en el centro de Medellín. Glorita, por su parte, no solo la recuerda sino que la habita. Su madre la llevaba a juniniar , como por ese entonces se nombraba ese acto, ahora mítico, de transitar la Calle con el único propósito de loliar y vitriniar , curioseando quizá, una nevera roja o azul celeste, unas zapatillas blancas con que vestir los niños durante los domingos, la nueva radiola roadstar o para tomarse un Café en el Salón Versalles. Iniciada su adolescencia, Glorita fue testigo de dos acontecimientos simultáneos: su menarquia y la desaparición de su madre. Tras volver y volver a juniniar , esperando hallar pistas que la llevaran al paradero de su progenitora, Glorita terminó por aceptar el bazuco, con el que mitigó todo dolor producido por la ausencia; y las insistentes propuestas de Ramón se convirtieron, para ambos, en el inicio de un amor mugrie