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Juniniar


Para las generaciones nacidas en la década del sesenta y el setenta, la Calle Junín fue un lugar de paso, si se quiere obligado, en el centro de Medellín. Glorita, por su parte, no solo la recuerda sino que la habita.

Su madre la llevaba a juniniar, como por ese entonces se nombraba ese acto, ahora mítico, de transitar la Calle con el único propósito de loliar y vitriniar, curioseando quizá, una nevera roja o azul celeste, unas zapatillas blancas con que vestir los niños durante los domingos, la nueva radiola roadstar o para tomarse un Café en el Salón Versalles.

Iniciada su adolescencia, Glorita fue testigo de dos acontecimientos simultáneos: su menarquia y la desaparición de su madre. Tras volver y volver a juniniar, esperando hallar pistas que la llevaran al paradero de su progenitora, Glorita terminó por aceptar el bazuco, con el que mitigó todo dolor producido por la ausencia; y las insistentes propuestas de Ramón se convirtieron, para ambos, en el inicio de un amor mugriento y callejero... inquebrantable.

Desde que Glorita asintió, llevan un arrejunte feliz resguardado entre cartones, jeringas y cucharas calientes. Durante las noches usan el semáforo de Junín con la Playa como vertical de su cambuche; durante el día, compartiendo el vicio, la miel y el olvido, juninean, ahora mendigando un pedazo de pan. 

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