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Mostrando entradas de febrero, 2020

La derrota del tonto

Intellectus,  el latino, tomó su espada y danzó. Desde la tribuna se percibía la fuerza del bailoteo en una y otra pierna. ¡Por los Dioses! ¡Ese hombre parecía razonar! Parecía recibir los pensamientos de quienes asistíamos al circo: ¡Flagela primero sus piernas! ¡Atácale de frente y atenázale el cuello!  ¡Azota su pecho hasta que lo dejes sin aire! ¡Disciplina su espalda!  ¡Fusta sus ojos y déjalo ciego! ¡Pon la correa en sus genitales! ... La espada de Intellectus cruzó el costado del tonto, crujieron las costillas pero el crimen estaba crudo. De repente, en la tribuna turbulenta, nos vimos celebrando folclóricos las facultades del héroe y las humillaciones del attonitus , quien dejó en la arena sus rodillas doblegadas, el cuello inmovilizado, el pecho abierto, la espalda cercenada, los ojos dislocados y, con la sevicia del caso, los genitales extraviados.

Fantoches

Tal fue el golpe, que sus piernas, desde la cintura hasta los talones, se hicieron una cascada, fueron río en un hombre.  Perdió el sentido por unos segundos. Cuando volvió en sí, pudo ver el taxi huyendo y doblando en la esquina, nuboso, tanto por el humo del exosto como por el corto trance al que le sometió el porrazo; miró sus piernas y no pudo diferenciar una sola articulación, parecían dos líneas de goma, paralelas y derretidas por el sol.  “Fractura” se le apeteció una palabra demasiado sólida y compacta, sin embargo, con elocuencia y verdad, sus labios supieron susurrar “¡Astilladas!”. Hoy, le moviliza el prefijo dis, dos ruedas definen su ruta y sus piernas son fantoches de una obra teatral.

La oreja cercenada

Cuando me percaté, una gota de sangre, pesada, caminaba por el centímetro nueve de los treinta que tenía esa regla.   Tras pestañear, el instrumento con el que antes se midieron superficies y distancias ya no era más eso, ya era una cercenadora; yo abrí la boca en una reacción estatua, y tras un nuevo pestañeo, la gota de sangre abandonó el centímetro treinta y se dejó caer sobre el uniforme colegial de Alicia. Hoy, ese maestro se revuelca en el purgatorio mientras extraña a su madre. La regla yace custodiada por los ministros escolares y eventualmente es exhibida sin gallardía. La oreja de Alicia, la misma que pintó de rojo la regla, sigue incompleta.