¡Flagela primero sus
piernas!
¡Atácale de frente y atenázale el cuello!
¡Azota su pecho hasta que lo dejes sin aire!
¡Disciplina su espalda!
¡Fusta sus ojos y déjalo ciego!
¡Pon la correa en sus genitales!
...
La espada de Intellectus cruzó el costado del tonto, crujieron las costillas pero el crimen estaba crudo. De repente, en la tribuna turbulenta, nos vimos celebrando folclóricos
las facultades del héroe y las humillaciones del attonitus, quien dejó en la arena sus rodillas doblegadas, el
cuello inmovilizado, el pecho abierto, la espalda cercenada, los ojos dislocados
y, con la sevicia del caso, los genitales extraviados.
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