Desde ese evento traumático en aquella terminal aérea, ese colombiano no volvió a mirar el reloj de la misma manera.
El trastorno de este hombre surgió en oriente, donde se sirve el agrio té chai, donde se saluda al sol y los templos se visten de babuinos y campanas con pintas amarillas y rojas. Podríamos, sin embargo, decir que el evento traumático se tejía desde antes, concretamente, desde que a este hombre, sus amigos le empezaron a llamar El Árabe. Un apelativo con sentido, pues este era un hombre de barba espesa, cejas tupidas, de piel como canela y nariz aguileña.
Pasajero de un vuelo diezmado, este hombre llamó la atención de algún guardia, quien lo tomo por sorpresa caminando al baño y le solicitó documentación. Este era, además, un colombiano promedio, incompetente con el inglés y desconocedor absoluto del idioma oriental.
La cuestión importante radica en narrar lo siguiente: el guardia no se creyó su incomprensión de los idiomas y ni si quiera se comió ese "cuento" treinta veces repetido por aquel hombre: I am from colombian. I am sorry, my english it´s very bad; I can not understand you.
Toda confusión proviene de alguna ignorancia, en este caso, del idioma. Entonces vino la sospecha del guardia, quien pidió refuerzos y, a la puja, se unieron dos barrigones más con los que se completó la pandilla. Tomaron a este hombre, lo esposaron por la espalda, lo dirigieron a un cuarto estrecho de paredes blancas donde habitaban imperturbables un butaco y un reloj que, por ocho horas de encierro, fue lo único que escucho: tic, tac, tic, tac, tic, tac...
Tres razones tenían los guardias para detener a aquel hombre: parecía improbable que, como decía el pasaporte, este hombre fuera latino y no cargara cocaína, así que "[...] en algún lugar de su maleta debía estar oculta, quizá un doble fondo". O bien, no se trataba de un latino, sino de algún árabe de negocios espesos cuya fechoría incluía falsificar su nacionalidad. Por último, pensaban con morbo que "estaba rico": tenía unas nalguitas morenas y redondas que, al menos, se debían palmear y si hubiese tiempo, aprovecharlo para lograr tres metiditas rápidas.
Este es un hombre que ya en su país natal, mira la hora; y a esa hora local, siempre aplica una suma. Siempre es una hora, la que muestra el reloj, y al mismo tiempo otra: aquella que resulta de sumar diez horas y cuarenta y cinco minutos más. No hay, desde entonces, reloj que no contenga la hora de casa y la hora de prisión. Es el tiempo para él un trastorno vivo de lugares visitados antes. Donde el desnudamiento fue legal y la expropiación del cuerpo, un namaste sin cóctel.
Habiendo dicho eso, me despido; se hace tarde para continuar esta historia. Son ya las 23:45, o las 10:30, que es lo mismo.
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