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La potencia del agua de panela

De la práctica de leer y de la práctica de escribir que a continuación relataré, soy el practicante. Avanzaré en procura de responder las maneras del con quién, el cómo, el cuándo, el dónde, el cuánto y el con qué de mis lecturas y escribires en la infancia: un período, por supuesto aproximado, entre mis 5 y mis 12 años de edad.   

Las maneras del cómo, cuándo, dónde, cuánto y con qué, dependieron del “con quién”, así que empezaré por ofrecer tal respuesta; en otras palabras: Los “con quién” de mis prácticas lectoras y escritoras determinaron las maneras, los momentos, los lugares, las frecuencias y los instrumentos de desarrollo; y no solo porque fueran quienes estaban presentes en momentos específicos del ocurrir de la práctica, sino porque en sí mismos se erigieron como modelos o antimodelos del hacer.


Un Día de mi Vida y sus “Con Quién”

En primer lugar, se encuentra Josefina del Socorro Flores de Muñetones, mi abuela paterna y quien desde su casa en el barrio 20 de Julio era la responsable de mi cuidado entre las 6:00 y las 7:15 a.m., en cuyo período me despertaba, vigilaba mi rutina de baño, leíamos la oración a La Santísima Trinidad, atendía mi desayuno y me “entregaba” al transportador, quien me llevaba hasta la Escuela: La Institución Educativa Perpetuo Socorro en el barrio Belencito.
En la Escuela, dos mujeres aparecen en escena: Guillermina y Leonor; no recuerdo sus apellidos. Ellas se alternaban las clases: la primera se ocupaba de dictar las materias asociadas al dominio del ser: Ética y Religión; la segunda se ocupaba de aquellas asociadas al dominio de la ciencia: Naturales y Sociales.
Tras la Escuela, generalmente regresaba a casa de mi abuela donde era casual encontrarme con Álvaro Muñetones Flores, mi padre, en su hora de almuerzo. Una vez terminado el tiempo de almuerzo de papá, de nuevo mi abuela asumía la responsabilidad sobre mí y mis responsabilidades escolares. Eso sucedía hasta las 6:30 p.m. aproximadamente, hora en la que Gloria Patricia Rico, mi madre, me recogía para llevarme a su casa que quedaba a unos 35 minutos en bus y algunos minutos, quizá 10, de caminata.
Estaba en casa de mi madre hasta las 9:30 p.m. aproximadamente, hora en la que papá me recogía, me llevaba a casa de mi abuela, nos tomábamos, sin excepción, un agua de panela con leche, y dormíamos, para al día siguiente iniciar de nuevo bajo el cuidado de Chepa, mi abuela.


Mi Relacionamiento con los sujetos del “Con quién”

Así que la autobiografía de mi infancia, leyendo y escribiendo, he de tejerla con la presencia y prácticas asociadas a Chepa, al transportador, a papá y mamá.  Lo que me pone frente a unos sujetos que sirvieron de modelo y unas prácticas que procuraban definir lo que, como aprendiz, en este caso de leer y escribir, debería saber y saber hacer.
Las que relataré son en su mayoría prácticas informales (Bauman, 2017), sin intención calificativa (a excepción de las ocurridas en la escuela) que me encaminaron hacia el reconocimiento de lo que debía saber y saber hacer, no necesariamente lo que quería saber y hacer. En tal sentido, el concepto de formación que ocultan las prácticas que narraré no se refiere tanto a la formación que ayuda al sujeto a ser formado en lo que quiere saber y saber hacer, sino a la formación en tanto se forma al sujeto en lo que debe, por convención colectiva, saber y saber hacer. Ya veremos por ejemplo el caso de mi padre, el peor de los lectores entre mis familiares, leyéndome en voz alta y corrigiéndome, cuando yo era quien leía, mis errores de entonación y ritmo, no más siguiendo la creencia de que tal práctica me ayudaría a saber lo que debía saber; haciendo valer una clásica postura antropológica a partir de la cual se entiende que las creencias y los símbolos son el marco que definen la actuación social (Geertz, 1977).   


Antes de la escuela: el código escrito convertido en código oral

En casa de mi abuela pasaba yo las noches, concretamente en el barrio 20 de Julio. En algún momento antes de que me recogiera el transporte, rezaba con mi abuela la Oración a la Santísima Trinidad,  Santísima Trinidad, Dios Trino y Uno […] La actividad ocurría siempre que mi horario de clase fuera normal. No se desarrollaba los sábados, domingos, festivos o días en los que la hora de ingreso a la escuela se retrasara. Mi abuela creía (de nuevo una creencia) que la efectividad de la Oración radicaba en la hora en que se realizara, eso por supuesto, como en todo ritual, garantizaba su eficacia. 

Una vez a la semana yo era quien leía la oración del Libro de Oraciones de mi abuela, una cartilla con imágenes de vírgenes y cristos de todos los colores, incluso negros; así que yo leía, aun cuando mi abuela se impacientara a causa de mi lectura lenta; y no es que ella leyera muy bien, era más bien que tenía memorizada la oración.

Yo no gustaba de leer, y menos de leer en la mañana, hasta medio dormido, una oración: esa práctica solo podía representarla como tediosa. En palabras de Cassany (1989), respecto a la oración de la Santísima Trinidad, yo tuve un profundo filtro afectivo que alejaba dicha práctica de mis zonas de interés.  Tuvieron que pasar años para percibir la narrativa religiosa como un género de literaturización y entonces de interés. Hoy, en la interpretación en retrospectiva de aquella práctica oratoria con mi abuela, que pertenecía más al código oral que al código escrito (Cassany, 1989), encuentro que mi desinterés se hallaba en la presencia de figuras retóricas que potencian la repetición.

Particularmente en la Oración a la Santísima Trinidad, hay tres párrafos que se repiten dos veces, además de paralelismos, como: apiádate de mis padecimientos, apiádate de mis necesidades o concédeme tu clemencia, concédeme tu bondad. Ahora bien, se reprime toda pluralidad literaria cuando por varios años las mañanas sólo están acompañadas por la misma oración. Incluso la memoria a corto plazo, tan útil en el proceso de escritura (Cassany, 1989), se prescinde en todo sentido[1]. Está claro con ello que no leí las oraciones a la Santísima Trinidad para formarme como escritor competente, pues, primero, tuve un estricto filtro afectivo con la oración, que, en últimas, me desinteresaba y, segundo, solo sirvió para memorizar a largo plazo cierto contenido o para ser un buen cristiano que recita y recita, sin tono ni ritmo. Como quien ora el Padre Nuestro sin reflexionar su lenguaje, ilación o gramática. Con la creencia ciega (de nuevo la creencia) de quien habla asumiendo que lo hace bien: “He llegado a la conclusión de que tengo las reglas muy interiorizadas y no pienso nunca o casi nunca si lo hago bien o lo hago mal. Ordinariamente creo que lo hago bien” (Cassany, 1989, pág. 107).

Finalmente, en este caso, la relación entre el código escrito y el código oral mantiene la siguiente dirección: existe una cartilla escrita con la intención de que se vuelva oral o recitada, así que todo transcurre de “lo escrito” a “lo oral”. 


Primera transición: El código oral convertido en código escrito

Después de las oraciones a la Santísima Trinidad con Chepa (ese es el mote de toda la vida para Josefina, mi abuela) estaba el trayecto a la Escuela. Primero me transportó Glenia, una señora cuarentona de pelo corto y siempre engominado, dueña de una miniván; mi abuela no la quería porque siempre me recogía tarde. Por eso mamá y papá me asignaron un nuevo transportador, se trataba de Don Antonio; el hombre era un bigotón conocido del barrio El Socorro.  Él era el dueño de un Renault 4 de color verde menta cuando empezó a transportarme. Transportaba a unos 3 ó 4 chinches más. En el trayecto a la Escuela Don Antonio siempre tenía sintonizado en su radio 94.9 MHz en FM, la emisora que por ese entonces se llamó La Voz de Colombia. Yo podía memorizar fragmentos de las canciones que sonaban en esa emisora, como hice una vez con una canción llamada Pisando Fuerte, de Alejandro Sanz; la transcribí y luego le pregunté a Hans Esnéider Higuita, que era un amigo de la escuela: ¿Qué tal el poema que escribí? Como quien desconoce tanto los géneros de la lírica, que no puede diferenciar la poesía de la canción.

Mientras en la oración con mi abuela “lo escrito” pasaba a “lo oral”, en este caso “lo oral”, es decir la canción de Alejandro Sanz, transcurre hacia un ejercicio de “lo escrito”: la transcripción a mi puño y letra. Algo parecido sucedía con Guillermina en sus clases de Ética y Religión, que, entre otras cosas, constituían una sola área del saber, una suerte de hibridez escolar; tanto así que para dos materias nominalmente distintas yo tenía un mismo cuaderno, como si fuese necesario tener a la mano los constructos éticos para pensar lo religioso, y viceversa.   


La Escuela: Lo escrito, lo transcrito y lo oral

Todo con Guillermina y Leonor sucedía dentro del salón de clases. Guillermina creía que para aprender a ser un buen ser humano hacía falta leer y memorizar la sabiduría de la Biblia, al fin y al cabo, era monja: Misionera de La Madre Laura. Recuerdo con ella ejercicios de lectura en voz alta: un estudiante iniciaba la lectura; cuando llegaba a un punto final, le pasaba la Biblia al compañero siguiente en la fila, quien continuaba la lectura hasta el próximo punto. Para memorizar, Guillermina nos pedía trascribir apartados de la Biblia, por ejemplo, ese de Corintios 13: “Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena, o címbalo que retiñe […]”. Esta era una actividad de una vez por semana que en ocasiones se duplicaba cuando alguno de los estudiantes (entre esos yo), debíamos hacer una de las lecturas en la Eucaristía de los jueves; en ese caso el ejercicio de lectura en voz alta era a un público en el que no solo habitaban los compañeros de curso.

Con Leonor, cada ocho días, los jueves y los viernes, teníamos los estudiantes espacios de evaluación. Los jueves tomábamos los libros de texto con la instrucción de memorizar alguna página; recuerdo alguna prueba relacionada con Napoleón Bonaparte. Los viernes se hacía la evaluación escrita sobre los contenidos memorizados el día anterior. Teníamos un cuaderno de evaluaciones: en él respondíamos las preguntas de cada ocho días. Escribía en ese cuaderno para memorizar, para escribir las preguntas y sus respectivas respuestas. La imagen que causaba Leonor era esa, clásica, en la que el profesor apila cuadernos hasta lograr uno o dos edificios con ellos.

En estos casos la relación entre el código escrito y el código oral representaba un proceso más completo, por decirlo de alguna manera: los estudiantes tomábamos la biblia (el código escrito), leíamos algunos de sus fragmentos en voz alta (entrenábamos la lectura y la convertíamos en código oral), transcribíamos apartados de ella cuando así nos fuera instruido (pasábamos de nuevo al código escrito) y eventualmente la leíamos en alguna eucaristía (de nuevo la entrenábamos y la convertíamos en código oral).

De lo que leí y transcribí con ambas profesoras no queda mucho en mi memoria, solo esa evaluación que refería a Napoleón, así que bien podría decir que aquellas prácticas de leer y escribir (transcribir) no me formaron, al fin y al cabo “[…] en la formación uno se apropia completamente de aquello en lo cual uno se forma” (Aguilar, 2003, pág. 12).


El peor de los lectores: mi modelo

Luego estaba el almuerzo con papá, de nuevo en casa de Chepa, como dije, en el barrio 20 de Julio. Esa casa, que había comprado mi abuela en compañía de mi abuelo Simón Antonio Muñetones Rivera por $5.750 COP, quedaba en un sector conocido como La Colina; para llegar hacía falta subir 113 escalones. Sin embargo, si yo hubiera sido papá, también me sometería al cansancio de las escalinatas no más por un almuerzo de Chepa.

Papá era el encargado de corregirme mis maneras de escribir, aunque contradictoriamente, entre todos los “con quién” de este relato, él era el de menor corrección ortográfica. Heredé la tendencia de escribir a partir de una figura básica: el círculo. A partir del círculo me enseñaron a modelar todas las letras del abecedario. Escribir una letra era como deformar un círculo, una especie de escultura que nace en una piedra amorfa. En consecuencia, cada que escribía la vocal “e” en realidad parecía la vocal “o”. Los almuerzos de papá sucedían mientras él escribía, en el primer renglón de una página, la vocal “e” con su forma correcta y a partir de la cual yo repetía el modelo hasta completar la plana.  En tal caso, el problema no radicaba tanto en mí como en quienes me leían, de ahí la función social de la escritura: su comunicabilidad. Aunque pareciera “o”, yo podía reconocer y diferenciar, en mi propia escritura, la vocal “o” de la “e”, es decir que más allá de la finura en mi grafía, yo poseía ya el código escrito y su relación fonética con el código oral, así no pudiera comunicarla. Cosa distinta ocurría con mi grafía numérica; ya veremos más adelante.


Escribir es igual a estudiar

Mis tareas en la tarde eran responsabilidad de mi abuela, de nuevo en su casa. O bueno, su responsabilidad era, más bien, garantizar que yo las hiciera.
Mi abuela estudió hasta tercero de primaria; para ella era suficiente verme tomar el lápiz: con eso ella ya creía que yo estaba escribiendo, y si estaba escribiendo, estaba estudiando. Lo cierto es que algunas veces la engañaba. En realidad, hacía dibujos de personas de perfil en mis cuadernos escolares y eventualmente les ponía diálogos, nada profundo, pero mis personajes en ocasiones se decían hola. Cuando mi abuela me descubría tomaba una rama de pino, siempre había una a la mano, la mojaba en el aljibe y la ponía sobre un plato y al lado del lugar en el que yo estaba “haciendo tareas”. Esa era la amenaza de castigo si no empezaba a estudiar, o a escribir, que era lo mismo.


Segunda transición: Leer y resolver operaciones

A las 6:30 p.m. aproximadamente, mamá me recogía en casa de mi abuela y nos desplazábamos hacia su casa; íbamos caminando, en bus o taxi, desde el barrio El 20 de Julio hasta el barrio El Socorro en la Comuna 13 de Medellín. A propósito de esa denominación (Comuna 13), en realidad adquirió fama a partir del 2002: en mi infancia, ese conjunto de barrios vecinos se conocían como “San Javier”. De hecho, era el nombre con el que nombrar tiendas, farmacias y cualquier comercio; en todo caso, era el nombre que más podía leer uno en el recorrido entre los dos barrios.

Apenas tengo un recuerdo vago de mamá preguntándome, mientras andábamos este trayecto: ¿Qué hiciste hoy en la escuela? ¿Leíste algo? ¿Qué tal las divisiones? Como si las prácticas de la escuela fueran exclusivamente las prácticas de la lectura o la resolución de operaciones. La pregunta de mamá no era gratuita: siempre quería saber si ya hacía mejor las divisiones; al parecer en su oficio, secretaria del Ley, las usaba con frecuencia. Al respecto, mi escritura numérica era fina, eso la hacía comunicable; siempre podían entenderse los números que yo escribía, pero las operaciones, si lograba resolverlas, era con dificultad. En otras palabras, conocía el código escrito para el cual representar cantidades, no la estrategia de escritura.

Tras cerrar el trayecto, la noche con mamá seguía, en la que era su casa. Entre mamá y papá, mamá ha sido la más cercana al leer. Ella siempre creyó que yo comprendería si ella me leía lo que yo debía comprender. Pero mi práctica de leer cuando estaba con ella en realidad no era mía, sino de ella, lo que genera de nuevo un filtro afectivo: el interés de mi madre porque yo aprendiera, no era mi interés por aprender. De hecho, en esos momentos en los que mamá leía, de seguro fui un lector receptivo y fagocitoso, pues nunca seguía visualmente las lecturas de mi madre y, en efecto, no reconocía la adecuación, la cohesión, la coherencia o la gramática del texto. Es decir que, cuando mi mamá me leía en voz alta sin que yo hiciera seguimiento visual de la lectura, no me estaba formando en prácticas escritoras (Cassany, 1989), que era parecido a lo que en ocasiones pasaba con papá un momento después, con agua de panela y antes de dormir.

Mamá me leía y repetía la lectura de instrucciones sobre mis tareas. Una vez se enojó conmigo porque no supe leer las instrucciones de una tarea que había escrito a mi propia mano: ¿Cómo es que uno no entiende lo que uno mismo escribe? Me dijo.  El hecho es que tenía problemas para escribir, todo parecían círculos; sin embargo, repito: no era un problema de la adquisición del código (Cassany, 1989) sino de la finura para hacerlo visible y comunicable. Pero si no supe leerme, ¿el problema sí era de la adquisición del código?  


Al final del día: agua de panela con lectura en voz alta

Luego, de nuevo en casa de Chepa y medio tumbados en la cama, tomaba agua de panela con papá y leíamos alternadamente. Papá creía (una vez más: la creencia) que era bueno leer a los hijos antes de dormir.

Siempre servía el agua de panela y tomaba un libro, bebía y leía alternadamente. Lo hacía todos los días y las lecturas duraban máximo diez minutos. Nunca leímos un libro completo. Sí leímos fragmentos, hasta los repetimos. Cuando yo era quien leía, él siempre estuvo en silencio, siempre me escuchó a pesar de su desgano omnipresente por leer.

Leer era algo que él no disfrutaba, pero sabía, o al menos sospechaba, que era bueno para mí. Me hacía devolver en la lectura: Eso no se dice así; repite eso; esas dos palabras son distintas; etc. Y lo hacía incluso sin tener conocimiento, pero asumiendo que tenía más que yo. En tales correcciones papá hacía valer ese principio a partir del cual se entiende que si éstas (las correcciones) se hacen de manera inmediata, mejoran la calidad final del producto, en este caso, de la lectura (Investigación de Beach, 1979 citado en Cassany, 1989, pág. 63). Lo cierto es que nos aburríamos pronto. Al fin y al cabo, solo teníamos cinco libros (creo que de la Editorial Norma) de los que escoger fragmentos todas las noches: El Tigre y el Ratón; Hércules; El Flautista de Hamelin; El Gigante Egoísta y Los Tres Cerditos.

Aunque solo fueran fragmentos, papá se atrevía, siempre, a cerrar las lecturas con ese adagio de los cuentos afrocolombianos de tío conejo: Y colorín colorado, este cuento se ha acabado; que se abra la tierra y se vuelva a cerrar y el que se sepa mi cuento que lo vuelva a echar. Más tarde, cuando fui profesor de tercero de primaria, me vi cerrando igual.

Así que mi padre, al igual que mamá o que Chepa, apenas instructores y, en el mejor de los casos, buenos correctores, se erigieron como modelos, más “altos” que yo, que con sus ignorancias sirvieron a mi mesa, como se sirve el desayuno, el almuerzo o la bebida, herramientas para el surgimiento de mi código oral y escrito; finalmente, no hay ignorante que no sepa infinidad de cosas (Rancière, 2018).

Uno termina replicando y reelaborando (Cassany, 1989) decires y escribires  venidos de quienes le provocaron pasión, deseo, fervor, amor u odio, trátese de autores de magistrales obras o de ignorantes cotidianos que jamás han escrito más allá que para llenar un crucigrama. En palabras de Sándor Márai (2012), complementando el filtro afectivo de Cassany: es posible que sin pasión no pueda darse la genialidad.

Bibliografía

Aguilar, L. A. (Agosto de 2003). Conversar para aprender. Gadamer y la Educación. Sinéctica(23),
11-18.

Bauman, Z. (2017). Sobre la educación en un mundo líquido. Paidós.

Cassany, D. (1989). Describir el Escribir. España: Planeta.

Geertz, C. (1977). La interpretación de las culturas. Editorial Gedisa.

Márai, S. (2012). La Gaviota. (M. S. Trevejo, Trad.) España: Salamandra.

Rancière, J. (2018). El Maestro ignorante. Argentina: Edhasa.




[1] Según Daniel Cassany (1989), la memoria a corto plazo es lo que permite a un escritor competente escribir y recordar el contenido del párrafo escrito anteriormente, de manera que facilita la ilación: la adecuación, la coherencia y la cohesión.

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