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Quemadura

Esta era una mujer que deseaba, con las ganas que la rana añora el primer croar de la mañana, divorciarse de su esposo. Y lo hubiera logrado desde hace mucho si no fuera por el anillo, el maldito anillo, que desde 1999 yacía adherido, soldado, engomado a su anular derecho. Cuando intentó divorciarse rompiendo el oficio eclesial, la secretaria de la oficina cural le dijo: No puedes, no mientras ese anillo siga adherido a ti. Alguna vez intentó divorciarse, cual contadora de tragedias, numerando uno por uno los golpes recibidos por parte de su esposo, sin embargo, durante la audiencia, el juez concluyó: La solicitud de divorcio esta desestimada, y así lo estará mientras ese anillo continúe en su anular. Otra vez, incluso, mató a su esposo decidida a declararse viuda y, por fin, libre; sin embargo, en las calles del pueblo se chismorreaba: No, no se va a liberar siempre y cuando ese anillo alumbre su mano. Hasta que un día, desprevenida y con pereza dominical, proyectando no lavar trastes, sirvió su sopa de papa en un plato de icopor, el mismo que otrora fuera el preferido de su esposo. Cuando la sopa entró en contacto con el recipiente, de a poco, empezó a derretirlo, pero ella no supo. El hervor se consumía cada milímetro de poliestireno, aunque a ocultas se tejía una buena nueva. Entonces tomó su plato con confianza casi ciega y, al levantarlo, este se partió en dos, regando el hervor sobre su mano derecha. Se le vio llorar y salir corriendo de su casa hacia el hospital, donde por fin y a causa de la quemadura, después de un procedimiento que los médicos llamaron ambulatorio, le amputaron su dedo anular y la bendita argolla. 

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