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(Des) Dicha


Vivir en Medellín es igual a  tomar veneno en una cantidad que, generalmente, no alcanza a matarte. Es una poción maligna de la que uno reniega con frecuencia, pero ante la primera noticia proveniente de la alta y seca Guajira o del húmedo e intransitable Chocó, uno la anhela con un fervor que se disputa el fanatismo y la ignorancia. El fanatismo venido de la “virtud”, así, entrecomillada; y la ignorancia o el desconocimiento de los dolores que la configuran, así, sin comillas. Vivir en Medellín es un continuo intento por conciliar el encanto y el espanto.

Es como palpar la parda y olorosa teca, pero ya mojada y próxima a la podredumbre. Es creer en la benevolencia del hollín y en las aguas diáfanas del río propio mientras se camina por sus orillas y se observan trastos viejos, costales deshilachados o plásticos imperecederos. Es recordar el petricor de la infancia, pero saber que hoy es con lluvia ácida. Es asustarse saliendo del metro porque te han robado la cartera, pero decir a un rolo más tarde: “En Medellín sí somos amables”. Es vivir con bravura y en cierto modo habitar un Nilo, ya no de claras, ancestrales y mansas aguas, sino de sueños incompletos, falsas estancias y tránsitos descarnados. Aquí en Medellín, quien se apacigua, reconforta o quizá sonríe, también está hundido en el hervor del fango.

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