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El día del estruendo

 Al final, decidió tomar un taxi. Soñaba, no transportarse, que lo transportaran. Que lo condujeran, no conducir. Sentir la brisa anhelada por todo can ante la ventana trasera de un auto. Que lo condujeran y no sentir terror por los guardias, dolor ajeno por los baches, ni angustia por los trancones. Mejor un taxi, para que las responsabilidades y las culpas las asumiera otro. Quizá un ex-presidiario o un ex-marinero a quien las olas le despreciaron... tal vez un jovencito que para su ocio y laburo no tiene más que el Mazda 323, modelo 1992, de su malgastado padre... en el mejor de los casos, un ejemplar padre de familia que desde hace veinte años no ha hecho sino conducir -a otros- y que con callos en la espalda y la mano izquierda en abundancia bronceada, ya no sabe a dónde conducirse. Mejor tomar un taxi, se insistía a sí mismo. 

Creyó estar vestido para la noche: de negro, como para tomar un taxi sin sentir temor, mejor, causándolo. Convencido, además, que de la juntura de amarillo y negro se cosechan, como panales, regios vínculos. No habrá taxi que se resista al negro de mi traje. Con absoluta jovialidad, una gorra negra, con su visera hacia atrás, cumplía las mismas funciones de una cereza en un pastel. 

Es cierto que durante un día, como cualquier otro, resultaría normal levantar las manos, para el agarre, para encender la luz, para decir adiós, para rezar... es un gesto que contadas veces ha producido sectarismos religiosos o políticos. Así que, generalmente, suscita normalidad. Pero la forma en que levantó la mano (la izquierda, por cierto) para detener el taxi, ni por el Consejo Supremo de Gestos podría ser catalogada normal. Sublime, quizá Santa. Cuando inició el gesto seis huracanes cesaron su arremolinado movimiento. Crecieron altos los arbustos de la tundra. Mientras levantaba su mano de a poco, tronaba el cielo de todos los países y los moradores del mundo miraron orquestalmente hacia arriba esperando el cataclismo universal; ese fue el sonido de la inflexión, del antes y el después, para luego rumorear en todas las latitudes que, con el estruendo, alguien murió.  

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