Hoy me enteré que Beethoven, a sus 28 años, escribió su testamento. Me pregunto si su genio encontró en tal número virtudes adivinatorias e instintivas con las que predecir la muerte. Me entero de este pormenor histórico cuando, con intensidad y frecuencia, he creído oportuno escribir el discurso que será recitado en mi entierro. Esta, por supuesto, solo será una nota que sirva de antesala a aquel discurso, una nota del todavía no; una nota que se conforma, de momento, con plasmar el objeto de escritura: evitar a los vivos hipocresías, enaltecimientos falsos y alabanzas perennes. Pues debe ser dicho: nada más falso que un novo doliente. Que sepan los invitados que aún en mi entierro me niego a mis -supuestas- virtudes, así que ahórrense los halagos, me niego a ellos, pues quien acepta un halago, empieza a ser dominado, y yo seré un rebelde, también en la intimidad de mi caja.
Escribiré ese discurso, tal vez pronto, con un sosegado sentido de ahorro. Los dolientes se ahorrarán unas tantas mentiras: no tendrán que describirme más guapo, más interesante, ni más alto de lo que mi existencia alcanzó a ser. ¡Porque también quiero un discurso en el que de mí se reniegue! ¿O no tendrán quejas del novo ausente? Sépanlo, lectores, son más útiles las palabras que las flores. Son más certeros los reniegos que las adulaciones, pues los primeros podrían pasar por ciertos. Siempre es mejor llorar a un muerto con honestidad descarnada que con eufóricas falsedades.
Comentarios
Publicar un comentario