Era un amanecer más tibio que de costumbre en la Comuna 13. En el radio, los periodistas anunciaban que la balacera ya completaba doce horas, aunque en el imaginario de quienes la padecían, el tiempo era un suplicio que era mejor no contar. Los sonidos ya no podían ser más estrepitosos y aniquilantes. Era el desasosiego rodando las calles y colándose, de cuando en cuando, en el interior de las casas y demás tugurios en los que habitaba, con exclusividad, el miedo.
Como un hilo de humo y tabaco envenenado, se coló el desasosiego en el tugurio donde vivía Yeison. Él, dejándose provocar, no quiso más que
soltarse de la radio y los periodistas, del ruido y de tanta sangre mal
distribuida.
Pensó, en un acto de lucidez, que las balas estaban echadas, que no
hacían falta más, que eran suficientes, como las horas y los muertos. Entonces
se soltó del brazo de su madre que, mezclado con una almohada y una camándula,
hacía las veces de refugio y trinchera.
Corrió hacia la puerta, tumbando con un coletazo la radio desde donde
seguían la minucia de la balacera; al cruzar la
puerta corrió más, como quien huye de su torturador para hallar, al otro lado
del camino, la muerte de toda agonía. Corrió tanto que por fin se soltó, o lo
soltaron, según se vea; y los brazos de su madre no tuvieron que atrincherarlo
más.
Comentarios
Publicar un comentario