En las historias sobre su juventud, con las que alardean
todos los padres, Álvaro José, o “Tamba” como lo apodaban para el fútbol, me ha
contado de su gusto por la defensa: Siempre fui muy cuchilla y peleonero,
me cuenta y enfatiza tanto, que a veces creo que las historias del “Chonto”
Herrera en realidad son las historias suyas. “Tamba” se hizo adulto y
tuvo un hijo: yo. Desde “Tamba” los nombres en la familia se olvidaron del
referente libertador. De ahí que fui bautizado con el nombre de
Francisco, en honor al capitán de ese barco que, en Italia 1990, fue hundido por
la flota camerunés.
Esto fue todo lo que pensé cuando vi a Germán Ezequiel
Cano, “El Matador”, en el supermercado y con una canasta cargada de bananos. Se
me hizo tan humano y tan cotidiano que no pude más que pensar en mi abuelo y mi
padre. Era el más grande de mis referentes cercanos, aunque en el equipo más
mediocre, y lo tenía en frente arrastrando una canasta como un simple mortal
que come, va a los toros o se identifica con un mote. Entonces caminé a él por
el corredor de frutas y mientras andaba me lo imaginé de chico y con
pantaloncito roto, en el dilema infantil al que se someten los niños para
elegir un equipo y congeniar con el dueño del balón, anotando golecitos en una
arquería medida con pasos y cuyos verticales eran dos residuos de ladrillo; sacándose, eventualmente, las astillas enterradas en sus pies descalzos. Parpadeé y
me enteré a medio corredor que estaba haciendo de la
historia de mi Padre, la historia de otro. Eso hace el fútbol; por eso los niños, aun en las más paupérrimas condiciones, se rebuscan algún pincel para poner en su dorsal el nombre de su ídolo.
Hoy soy padre, cargo un agradecimiento firme con la vida y deseo que mi hijo, Ezequiel, encuentre pronto su preferencia. Pasa que el fútbol es uno de esos asuntos que están antes y después de la vida propia, igual que la paternidad.
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