Habían pasado ocho meses desde que ella le propuso matrimonio: amor eterno como en la voz rugosa de Rocío Dúrcal; como la promesa que las gaviotas, aleteando, elevan al viento y a la mar; como la flor que ya serena sobre el pecho del difunto, se obliga a marchitarse sin conocer otro cuerpo. Ocho meses atrás, en la Playa del Muerto, a unas cuantas horas de Macondo, ella, en contra de todo pronóstico machista, le propuso matrimonio a él.
Ese día no hubo alguien más feliz sobre la playa, no hubo más encanto que aquel que brilló en los ojos de ellos dos; a los cocos en el palmar se les encresparon los pelos cuando la escucharon decir: ¡Tonto, cásate conmigo! Y ante la dicha, hecha pregunta, el tonto no pudo más que aceptar: celebró entre palenqueras, champeta, pescado y, cómo no, con el beso tibio y salado de su amada.
Dos días antes de la boda, con la angustia que traen los planes no consumados, consideraron no casarse, pues ella llevaba ya catorce días habitada por “un nuevo amante” que, como si de un encantamiento se tratara, la había tumbado y sacado hasta de sus cabales; este “amante” despertó en ella todos los síntomas pandémicos del enamoramiento y la muerte: la tuvo suspirando forzosamente, le cortó la respiración a intervalos, le secó los labios de tan cerca y fuerte que la tomó, le hinchó el pecho de emoción sobresaltada, le habitó hasta sus pensamientos y los elevó al límite de las alarmas nacionales y los colapsos hospitalarios, le cristalizó los ojos, le desnutrió el alma de tanto llanto y hasta su sentido del olfato, se vio comprometido.
En su cuerpo, de a poco, fue apagándose la imagen de su prometido; dejó de verlo, como quien ve pasar su buseta sin intenciones de parar, y allá, en la próxima esquina, la ve girar para no verla jamás. La “infidelidad” acuciada por ella, era un hecho, solo podía pensarse una cosa: ella ya no vivía el mundo para la dicha de aquel con quien hizo danzar los cocos, ahora solo podía vivir para “su amante”, con quien ahora compartía la cama, la fiebre y la emergencia.
Sin embargo, en un impulso que les condujo valor y estoicismo, en apariencia aliviada de las afrentas del “amante”, sintió vivir de nuevo para el Tonto; ella y él decidieron casarse y en efecto, lo hicieron. Pero cuán corto fue ese matrimonio: los suspiros, los respiros, la sequedad en los labios, el pecho hinchado, la emoción sobresaltada, las elevaciones, las alarmas, el llanto y la inutilidad de sus respiraciones, síntomas antes producidos por su “amante”, retornaron para volverse eternos: se hicieron muerte.
El Tonto se casó y
enviudó de inmediato; los pocos asistentes a la boda cuentan que con la última
bendición: “…en el nombre del padre, del
hijo y del espíritu santo”, y con la despedida habitual: “Podéis ir en
paz”, lo único que atinó la novia, fue a cerrar los ojos. Ni si quiera en su
luna de miel pudieron acariciarse, pues ella tuvo que viajar sola, en su propio
féretro y vestida de blanco, hasta la bóveda 2020 del Cementerio Distrital.
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