¿Quién no ha tenido un fracaso laboral? Levanten la mano aquellos que no han sido señalados por sus impertinencias, incompetencias, desinformaciones o apropiaciones indebidas; por sus palabras mal dichas, mal elegidas, mal concretadas o carentes de todo sentido y objetivo.
Hoy, con el alba, el cenit y el ocaso, un dedo acusador y totalizante, me ungió de barro, no como quien aceita el dorso escultural de Dios, sino, mejor, como quien perfuma una muñeco vudú para hacerle dar cólicos. Al amanecer, fui señalado por incompetente, por mis intervenciones siempre dispersas, de lenguaje abstracto y casuístico; al meridiem, los ocho latigazos de la mañana aún me flagelaban las cienes, y entre tanto golpeteo maquiné una respuesta, la que expresé al tirano en una segunda sesión vespertina: diez puntos elocuentemente argumentados que, no con poco recelo o poca soberbia, desplegué evangélicamente ante mi víctima discursiva; puedo decir que fue una relatoría bíblica de mis percepciones. Así mismo me imagino a Dios entregando sus sagrados mandamientos, y como a Moíses, me imaginé a mi oyente, al otro lado del teléfono, rompiendo "las tablas de la ley". Fue ahí, también en el ocaso, cuando el señalamiento resurgió, ya no por incompetente, pero sí por contestario y contradictor: mis diez mandamientos técnicos fueron, literalmente, destrozados por la respuesta de mi interlocutor: "Me preocupa, sobremanera, que cuando te confronte, siempre tengas algo que decir; no podría dar un solo testimonio, Marcelo, de un cambio de opinión de tu parte".
Dos sensaciones me abrazaron entonces: por un lado, sospeché que toda reacción de mi parte solo sería bienvenida si fuera aprobatoria y que, lastimosamente, el multiperspectivismo y el romanticismo atraído por la diversidad de pensamiento, es una capacidad de predicar y no aplicar, es una de esas materias que como sociedad siempre deseamos y jamás obtenemos, como la paz o la verdad; ¿no representaban mis reacciones una manera alternativa de visualizar un evento? ¿y si hubiera aprobado los ocho latigazos, si solo hubiese callado y tragado, entonces no hubiese sido necesaria la conversación incómoda? A juzgar por la sospecha, algún elemento de la ecuación no encajaba.
Por otro lado, textualmente, quise huir de la conversación tras encontrarme, cara a cara, frente a tal verdad. Improvisé un par de compromisos de mi parte y busqué, por todos los medios, que la despedida mediara. Sé por Dostoievski, que el hombre es cobarde, y cobarde el que le reprocha esta cobardía, así que sin más retrasos, colgué. Sabrán quienes han padecido la calentura de tales conversaciones, que cuando se cuelga el teléfono no se cuelga, con ello, la incomodidad. Entonces tomé mi incomodidad y me vestí con ella de la cabeza a los pies: me "la puse" de zapatillas y medias; de badana y camisilla; de camiseta, mangas y bufanda; de gafas, gorra y casco; incluso la tomé y la usé como linterna delantera y trasera. Fui esa noche, de la "M" a la "O" de mi nombre, la incomodidad echada a rodar.
¿Por qué rodar, aun con el frío y el tráfico, sobre mi bicicleta? Con el auto se definen paisajes efímeros y condenados a la lateralidad; y del viaje a pie, el aletargamiento arrecia. Pero las velocidades medias que incita la bicicleta, aun con la dejadez de las piernas, permiten ideas fieras: entonces noté el arbusto que trasgredía los márgenes del asfalto, y como guillotina, asomándose sobre la vía, atentaba contras las cabezas de los ciclistas; vi también al Diente de León, intransigente, creciendo muy oriundo en la mitad de la carretera. Del andar sobre la bicicleta, solo queda sorprenderse, de todo aquello palpable cuanto uno ve, y más aún: de todo aquello que, como relámpago, el cráneo atraviesa, y por defecto o virtud, uno no puede tocar, por ejemplo: que un hermano asertivo no podría concebirse, bajo ninguna circunstancia, como un tirano o un extraño de dígitos, en la llaga incisivos; y que uno, es mucho más de lo que en sí mismo puede ver. Basta subirse y rodar en una bicicleta para enterarse.
Y me quedé no más, recordando las palabras de quien en bicicleta me acompañó, escuchó y, apenas con una parrafada sabia, vieja e imperturbable, con edad, dignidiad y gobierno, atinó a reprenderme:
"Usted está muy joven. Yo siempre creo que cuando uno está más joven tiene un deseo de reconocimiento en relación con su capacidad intelectual o con cualquier otro aspecto de la vida. Gadamer llama a eso la incapacidad para conversar, porque uno se ubica más en una posición argumentativa, ansiosa por que la racionalidad técnica afrente victoriosa, más allá de escuchar y, sencillamente, entender qué está diciendo el otro y por qué lo está diciendo de esa manera".
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