El ciclista ve todo aquello que, otros ritmos, le condenarían a la ceguera. Con esa mirada atenta del ciclista, vi una Zarigüeya: la que en los jardines de la alta alcurnia, no es más que una bestia rastrera que provoca, por su apariencia, que se quede afuera. La vi cruzar despavorida emitiendo alaridos, en principio incomprensibles, pero luego, como canto audibles:
Entre tantos seres que en el teatro de la vida fueres
siempre un nombre de seguro obtuvieres.
Bigotes al gato, Tobías al can
al loro Plutarco y a la Yegua Penanco.
Si extremista fuera: a la ternera Manola
y al marrano sin cola: Aureola.
Fuera gato, yegua o marrano
siempre un nombre, aunque en el mismo llano
me hubiera erguido como colombiano.
Pero fui Zarigüeya, que noble y rastrera
pareciera que nunca hiciera mella.
Fui Chucha que con silencio y lucha
de ningún nombre alabanzas muchas.
Fui Zarigüeya que en la calle Marsella
atravesó el tráfico como una epopeya.
A riesgo de una muerte maltrecha
o por el cruce, de nervios deshecha.
Espanté ciclistas de tan cerca que crucé
y hasta carrocerías rocé.
Me encaminé, aunque con susto a cruzar
tan rápido como a la muerte viene el altar.
Crucé, no sin antes, bocinas escuchar
impávida, cómo no, por lo que acababa de lograr.
Entonces caminé más, con las cerezas en mi paladar
hasta encontrar el recital de lloriqueos y demás:
catorce críos que sin nada que mascar
abrazaron las cerezas, la pecuela y el amar.
Recuerdo con sazón al ciclista que entre el tráfico me vio:
un solitario entendedor que con igual susto me sorteó.
Salvándome de su velocidad huyó
mientras, viento en popa, esta madre cruzó.
Ha de vivir esta madre, como quien a diario, el mundo conquistó:
para cruzar mañana y contar otra vez que el paladar de sus crías se hizo un jerez.
Que sobre el tráfico, con bravura, se abalanzó
y que en los mundos nublados por rumores mal hablados
se hizo un reflejo de los buenos mundos sembrados.
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