Fue una rodada exigente y justa
como todas en las que papá acompaña:
un hombre sin descanso,
con fulgor en las piernas,
movido emocionalmente
por su bicicleta.
Esa montaña temida de Medellín
fue la meta nocturna que nos abusó.
Su tempestuosa bocanada de aire:
fría, fresca, mentolada,
nos midió el aliento y las palabras.
Hablamos de todo lo bello
que habita en él y habita en mí;
hablamos de todo cuanto nos provoca:
de la voz lastimera aunque cotidiana,
y del júbilo efímero y avivador.
Todo fue el aire a bocanadas
hasta que, ignorante,
puse sobre la mesa,
como quien pone los trastos,
el nombre de aquel político
y su reclusión:
para mí, justa;
para papá, inconsecuente.
Entonces la montaña ya no heló más,
tibió el ambiente y el fulgor de sus piernas
se transfirió a las mías.
Me sentí provocado y, para variar,
no pude menos que acelerar,
como si nuestra diferencia justificara algún podio.
Vimos más adelante sus camaradas,
quienes animados por los gritos del padre,
tocaron con más ahínco las bocinas,
ondearon con más bravura el oro, el mar y la sangre,
mientras ignoraron mis desaprobadores gestos.
Luego, con apetito de razón,
vino de nuevo mi voz,
ahora notificando al padre mi felicidad,
enalteciendo mi argumento y menospreciando el suyo.
No hubo más: ¡Aire! ¡Rodada! ¡Compañía!
Ni la despedida rompió el silencio.
Fuimos esa noche:
padre e hijo que, al final del día,
se desconocieron.
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