"¡Tráeme el
radio!", exclamó mi tutora como entre los dientes, sin que la oyera con claridad. ¿Pero qué más podía
llevarle, además del radio? Era nuestra única posesión, además de la trinchera
rastrera que llamábamos "casa".
Al prenderlo, escuchamos del noticiero matutino esta expresión: “[…] bala perdida […]”,
seguido de dos o tres segundos de ese fastidioso sssshhhh que producen los radios cuando están mal sintonizados. Al
instante mi tutora apagó el radio, como si la hubieran amenazado de muerte y
tortura por haberlo encendido. Con curiosidad infantil le pregunté: "¿Qué
es una bala perdida?" Con la mirada fija en el rincón donde de vez en cuando atrapábamos
alguna rata, contestó melancólica:
"Cuando alguien pierde algún
hijo, lo normal, por afecto y responsabilidad, es buscarlo. Se le
extraña, se piensa en él con la esperanza de que se encuentre vivo y que
regrese pronto, o con la resignación de que esté muerto y de paso, libre de
todo sufrimiento; puede uno, con el alma tristona, preferir la certeza de la
muerte con sus lápidas y bóvedas, que los silencios de la incertidumbre; cuando se vive con esta, hasta el hombre más conversador y sociable,
sólo puede rascarse la garganta para aliviar los nudos que en ella se le
generan. Un hijo perdido que de repente aparece, aunque muerto, es un alivio,
aun con su quietud, su frialdad o su palidez. Un hijo perdido que de repente
aparece, aunque muerto, carga una pizca de perfección, incluso de belleza. Pero
las balas perdidas no son eso, son de otra naturaleza, acaso más pútrida; paridas de la fealdad humana, no se buscan, al revés: ellas lo buscan a uno. Si todo hubiera sido perfecto, en el año 2018 David se
hubiera graduado como ingeniero y quizá con honores; ese mismo año hubiera sido
campeón, por tercera vez consecutiva, del campeonato barrial de ajedrez;
hubiera terminado de leer, por fin, Cumbres Borrascosas; hasta habría avanzado,
y por qué no, patentado, en ese excéntrico aparato que según él, serviría para
convertir toda materia en agua. ¡David Muñón! Es el nombre y apellido que amo. Siempre creí que ese nombre, como el de los grandes reyes prehistóricos,
no merecía menos que signos de exclamación para ser celebrado; así como para
defender con canto su apellido, el mismo que en otrora habría sido usado por
los colonos para apellidar los esclavos mutilados. Si todo hubiera sido
perfecto, en el año 2018... ¡David!, hubiera sido celebrado y ¡Muñón!, con ahínco cantado, como el grito de guerra que resuena en los tímpanos sangrientos, previo a la victoria. Sin embargo, como por el nacimiento o por el amor, la
perfección también es superada por la muerte. El 31 de diciembre de 2017, una
bala que calificaron las autoridades como perdida, encontró el vientre de mi hijo que, desde entonces, permanece
impávido, pálido y arenoso como la gárgola de alguna ciudad abandonada [...]".
Volví a
encender el radio y por suerte para los dos, sonaba, como en una remembranza africana, el repique de Graciela
Salgado.
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