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Preso


Llevo catorce años aquí. Durante ese tiempo he tenido cinco mil cuarenta sueños; he estado tres veces en el cuarto de confinamiento y otras cuatrocientas dieciséis me he dormido sin cenar, sin contar las noventa y dos veces de ayuno matinal. 

He sido golpeado por los gendarmes en nueve ocasiones, tres de ellas, merecidas. Dos visitas he recibido y, desde que estoy aquí, ni una sola vez he hecho el amor, eso porque no cuento las cuatro veces en las que, recién llegado, me atravesaron el culo con un cucharón, por suerte, de madera... en todo caso, eso no cuenta, eso fue con más morbo que aprecio. 

También he estado en diez y ocho audiencias de rebaja de pena, sin embargo, mi culpa siempre es innegable, inocultable, insoslayable, etcétera. Siempre tienen algo que decir y siempre lo dicen con esas palabrotas fuera de todo entendimiento. Lo dicen así porque no comparten mi supuesta culpa. Hay que ver a los hombres indultando a sus pares cuando comparten el delito. Luego no quise ir más a tales audiencias, eso los hizo decir que mi culpa, por fin, había sido aceptada.  

Sin embargo, mis tragedias no igualan el número ascendente de las letras que provocaron: es como si me hubiera caído de para arriba, creciendo en el derrumbe del alma. He escrito en todas partes: en las barandas del camarote, en el piso, en el reverso del sanitario, en la frente del enemigo (eso me costó una de las palizas de los gendarmes), en la suela de mis botas, en el plato de todas las comidas, en la palma de mi mano izquierda, he doblado el papel higiénico para escribir sobre él y he escrito sobre su cono, también con heces. 

El Gafas, que es el asesino de las celda 192, recientemente lo felicitaron por el día del maestro; y el hombre, que yo sepa, ni escribe. El Gendarme Wilson le dijo: una vez maestro, siempre maestro; pura mierda. Ese dicho le cae bien al Gafas, pero no porque fuera maestro, sino porque es un preso. Al menos ese dicho, tan solo ese decir, debería reconocernos, tan incompletos como somos, aun a quienes aprendimos a apaciguar nuestra inocencia, genuina, para que no trajera más de las palizas, los confinamientos o esas ineficaces audiencias que lo único que llenan es la expectativa, es decir, nada. Ese dicho es de quienes estamos tras los barrotes, con el sanitario y el enemigo vecino de la almohada. Una vez preso, siempre preso. 

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