Cuando llegó a la esquina, su compañera no
estaba. Yacía desarmado e insignificante el candado que antes la custodiara.
En las mañanas, cuando la recogía, Don Darío se decía a
sí mismo: "¡cómo me duele el alma!". Al llegar y no verla, se dio cuenta de su mentira y se reprochó por decírselo a
diario; se enteró por fin que el alma no duele y que su angustia, en realidad
era hambre.
- No puedo vivir sin la
papita.
- Elige un trabajo que te guste y no tendrás que trabajar nunca.
Eran
algunas de las frases baratas que pasaban por su cabeza en ese momento de filo. Sin
embargo, la que más resonó, fue aquella de ese ex-presidente indecoroso: - Trabajar, trabajar y trabajar. ¡Y
cuánta ira tuvo! Aún con tanto dicho y memoria, la carreta del reciclaje ya no
estaba.
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