En mi barrio los nombres eran, con cualidad onomástica y brasilera, futboleros: Ronaldo, Stivenson, Dalexandro -sin doble "s" ni apóstrofe- o Arleyson.
De hecho, como este último, se llamaba el adolescente de extra-edad que cursaba conmigo bachillerato. Era más alto que los demás; todos quisimos tenerlo en nuestro equipo de fútbol: su pierna derecha era un cañón encendido. Nada de sociales, español o matemáticas: "No hace falta cerebro, en el mundo hacen falta goles", decía con petulancia merecida de su talento.
Un domingo de agosto, después de ese partido en el que ganaron por cuatro al barrio Antonio Nariño y del que salió goleador, se quedó con Manuelson a tomarse unas pintas. En la cancha que entonces auspició de bar, se hicieron las quince, las dieciocho, las veintiuna y quince minutos más. Se apilaron las siete, las nueve, las once y las catorce botellas. Se hizo su alardeo en dos, cuatro, seis, ocho y otros comentarios (de más). La arrogancia se convirtió en fastidio y luego en enojo, hasta que con alguna pinta bebida antes, se concretaron siete puñaladas certeras como el último suspiro de un vivo. De Arleyson quedó este pobre relato y la condena de un borracho.
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